Esta reflexión viene de un episodio que viví hace un par de meses.
Este verano ha sido, posiblemente, el mejor verano de mi vida. Empecé el año como el orto después de una fea ruptura de pareja.
Es un tema que he ocultado por aquí porque no me sentía cómoda (aunque si lees mis primeros posts los sentirás llenos de rabia y enfado. Ahora ya sabes el porqué).
La cosa es que a partir de mayo-junio empecé a sentirme realmente bien.
Noté cómo iba recuperando esa luz que tengo y volvía a ser yo en mi estado más puro.
Estos meses de verano han sido increíblemente sanadores. Me dejaba llevar e improvisar cada día aceptando todo lo que me venía y disfrutando como si la vida se me fuera en ello (algo que es verdad).
Fue increíble cuando acepté que me lo merecía.
Pero una noche pasó algo que lo cambió todo
Quedé con un chico asturiano que había conocido meses atrás en Valencia escalando.
El chico era muy simpático y me guardé su número para escalar juntos cuando subiera en verano por el norte.
Quedamos. Escalamos. Y se acabó el día.
Nos fuimos a tomar por culo a dormir con la furgo, él decía que conocía el lugar. Nos metimos en un caminacho de tierra muy raro, estrecho, con campos secos a los lados. La noche estaba muy cerrada, no había luna. Solo podía ver lo que alumbraban los focos de la furgoneta.
Un jabalí se cruzó.
Un par de meses antes había tenido una experiencia muy desagradable con la furgo en un parking sola en medio de la montaña donde pasé bastante miedo (un coche que vino a marear a las 3 de la mañana hasta que consiguió hacerme huir con muy mal cuerpo).
En esta nueva ocasión, al meterme por ese camino, volví a sentir inseguridad, desconfianza, peligro… Me puse tensa como una gata, se me erizó la piel. Y solo quería dar la vuelta y salir de ahí echando leches.
Mi cuerpo estaba preparado, reacción muy rápido.
No sabía qué hacer. Una parte de mí sabía que no había peligro, pero no quería despreciar lo que mi intuición me estaba diciendo.
Intenté relajarme mientras hacíamos la cena, pero cuando nos sentamos uno en frente del otro yo solo podía pensar que me iba a drogar con el “vino casero de su familia”.
Mi cabeza conectó con mi cuerpo para avisarme de que tenía que salir de de ahí corriendo. Empecé a sudar, el corazón se me aceleró y sentí unas ganas muy fuertes de huir.
Intenté razonarlo porque sabía que me estaba protegiendo. Le dije a mi mente que no pasaba nada, pero ella no se quería ir.
Sentir esa ansiedad me preocupó
¿Si se supone que yo ya estoy bien? ¿No se supone que estaba fluyendo y todo me estaba saliendo perfecto?
Me jodió.
Porque pensé que no estaba recuperada, que había fracasado en mi sanación. ¿Por qué me sentía así? Yo no tenía miedo a la vida, y ¿ahora sí? Si todo estaba bien.
Estaba luchando. Resistiéndome a ese miedo. No quería que estuviera ahí, ya no más.
Me había acostumbrado a un estado de gozo continuo, sin miedo. Conectada con la vida. ¿Y ahora esto otra vez? No. No quería volver a tener miedo.
Al terminar de cenar me metí en la furgo, cerré con llave y dormí “tranquilamente”.
Al día siguiente con el sol me di cuenta de que estaba en un lugar increíble. Mi mente ya no estaba inundándome con pensamientos catastróficos. Estaba tranquila, ya no había peligro. Mi cuerpo estaba relajado, el miedo se había esfumado.
Justo al salir de la furgo me encontré una pluma negra en el suelo.
Y en ese momento me di cuenta de todo.
Esos días escribí esto en Notes:
Me di cuenta de que, a pesar de que estaba en un momento de mi vida muy bueno donde parecía que el miedo había desaparecido, siempre estuvo ahí. “Ayudándome” en una situación aparentemente peligrosa.
Y la verdad: menos mal que el miedo existe.
Entendí que van a haber momentos donde la ansiedad, el miedo, la alerta vengan a verme. Y no significa que esté cayendo de nuevo en un agujero o que no esté controlando mis pensamientos.
Significa que estoy viva. Conectada con mi cuerpo.
Sonreí, cogí esa pluma y me la guardé en la furgo para acordarme de este aprendizaje y no tener miedo al miedo.
O por lo menos, recordarlo en los momentos que la oscuridad venga a verme.
Al día siguiente desayunamos debajo de unos árboles y nos fuimos a escalar. En cuanto vi el sol cualquier tensión desapareció y este chico ahora es muy amigo mío.
Estar tan conectada con mi cuerpo y mi intuición me permite tener consciencia de detalles de la vida que podrían pasar desapercibidas. Pero hay veces, como en esta ocasión, que tuve que razonar si el peligro era real para reaccionar de una forma correcta.
No me fui, pero tomé precauciones como no beber del vino ese casero de su familia e intentar irme pronto a dormir diciendo que estaba cansada.
Lo primero que sentí fue miedo al miedo. Me asusté y no entendía por qué de repente estaba sintiendo esa ansiedad. Luego razoné el porqué y lo relacioné con lo que me pasó unos meses atrás.
Al entenderlo, le di las gracias a mi mente por protegerme.
Si el miedo viene, escúchalo. Igual quiere decirte algo.
Un abrazo
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Me ha encantado, Marta!! En una sociedad donde hasta la positividad se empieza a volver tóxica, esta mentalidad es equilibrio.
Abrazo
Gracias por estas reflexiones. A quienes estamos en camino nos ayuda saber lo que viene después y que sí se puede, aunque haya siempre un poco de oscuridad.